NT2A. REPRODUCCIÓN CELULAR (MITOSIS Y MEIOSIS)


Historia del descubrimiento del ADN:

El descubrimiento del ácido desoxirribonucleico (ADN) cambió para siempre la comprensión de la genética, el estudio sobre cómo se transmite la herencia física y fisiológica de generación en generación.
La molécula de ADN se identificó por primera vez en la segunda mitad del siglo XIX. Un siglo después, a mitad del s.XX, empezó la edad dorada de los descubrimientos en genética, cuando se definió la estructura y funcionamiento del código genético.
Hoy en día, los científicos se centran en investigar cómo editar el ADN para corregir errores y curar enfermedades de origen genético.
Los inicios de la genética en el s. XIX
El ADN fue aislado por primera vez en 1869 por el biólogo suizo Johan Friedrich Miescher. Mientras estudiaba la composición química de los glóbulos blancos, observó que dentro de las células había una sustancia aislada rica en fosfatos, sin azufre y resistente a las proteasas, algo que no se correspondía a la estructura típica de los lípidos o proteínas.
Miescher bautizó esa nueva molécula como nucleína, ya que se encontraba en el núcleo de todas las células estudiadas.
Entre 1885 y 1901, la composición química del ADN empezó a definirse. En 1889 Richard Altmann, patólogo alemán que había sido discípulo de Miescher, redefinió esta sustancia con el término “ácido nucleico”.
Por su parte, el médico alemán Albert Kossel descubrió la existencia de hidratos de carbono y de unos compuestos o bases nitrogenadas a las que llamó “adenina”, “guanina”, “citosina” y “timina” dentro de la molécula de ADN. Este descubrimiento le valió el Premio Nobel de Medicina en 1910.

La revolución del ADN

El siglo XX empezó con grandes avances en la investigación del ADN. Durante la década de 1920, el bioquímico ruso-estadounidense Phoebus Levene determinó la existencia del ARN, otro ácido nucleico necesario para la transmisión de información genética.
Levene también detectó la presencia de grupo fosfato y de un tipo de azúcar llamado ribosa, dos componentes imprescindibles en la formación del ADN. Más tarde, el bioquímico descubrió que el grupo fosfato, el azúcar y las bases nitrogenadas se unían para formar nucleótidos.
Durante los años siguientes se llevaron a cabo varios experimentos que concluyeron que el ADN era la molécula responsable de la herencia: los estudios del microbiólogo Frederick Griffith, los hallazgos de Oswald Avery en 1944 y los experimentos de Alfred Hershey y Martha Chase en 1952.
El avance más importante en este campo se produjo en 1953, cuando el físico Francis Crick y el biólogo James Watson demostraron la estructura de doble hélice del ADN. Recibieron el Premio Nobel de Medicina en 1962 junto al físico Maurice Wilkins.
Sin embargo, su hallazgo no hubiera sido posible sin la labor de la química Rosalind Franklin, responsable de la famosa Fotografía 51 que revelaba la forma helicoidal de la molécula de ADN. Wilkins, que compartía laboratorio con ella, tomó la fotografía sin su permiso y gracias a eso hicieron el gran descubrimiento.
Una vez descubierta la forma y composición del ADN, los estudios más recientes se centran en su funcionamiento: ver qué reacciones químicas se producen dentro de la célula para intentar reproducirlas en el laboratorio.
De esta forma, las técnicas de edición genética tienen como objetivo modificar el código genético de algunas células cuyo ADN es incorrecto o está dañado, lo que puede provocar trastornos y enfermedades.


¿Cada cuánto tiempo se renuevan las células de nuestro cuerpo?


¿Cuántos años tiene usted? Sea cual sea su edad, no lo es de la mayor parte de las estructuras que conforman su cuerpo. Algunas ni siquiera tienen horas de existencia y solo unas pocas le acompañan desde que nació. Sus tejidos u órganos, así como las células que los forman tienen edades muy diferentes unas de otras. En su gran mayoría las células se van renovando y así lo hacen también los tejidos de los que son sillares.
Las células más efímeras son las que recubren el interior del intestino delgado. El epitelio intestinal es un tejido muy activo, que se ocupa de absorber y digerir infinidad de pequeñas moléculas. Sus células se renuevan entre cada dos y cuatro días. En el aparato digestivo hay otras de vida muy breve: las de las criptas del colon se renuevan cada tres o cuatro días, las del estómago entre cada dos y nueve, y las células de Paneth del intestino delgado –entre cuyas funciones se encuentra la defensa frente a patógenos intestinales- cada veinte.
Perduran mucho más los hepatocitos (células del hígado): entre seis meses y un año. Si bien es parte del aparato digestivo, el hígado es de hecho un órgano diferente y aunque los hepatocitos son las células que producen la bilis (esencial en la digestión intestinal de las grasas), sus principales funciones son metabólicas: tienen su sede en ellas innumerables procesos metabólicos cuyo ámbito de influencia es el conjunto del organismo.
Las células de la sangre tienen tasas de renovación muy diferentes. Las de vida más corta son las del sistema inmunitario: los neutrófilos, que son los leucocitos más abundantes, se renuevan entre cada uno y cinco días, y otros leucocitos, los eosinófilos, entre cada dos y cinco. Las plaquetas, cuya función es facilitar la cicatrización de las heridas, viven unos diez días. Y mucho más longevos son los glóbulos rojos, que se renuevan cada cuatro meses. Las células madre hematopoyéticas, de las que provienen las anteriores, permanecen bajo esa condición durante dos meses antes de convertirse en leucocitos, plaquetas y glóbulos rojos.
Otras células de vida relativamente breve son las del cuello uterino, que duran seis días; de los alvéolos pulmonares, ocho días; de la epidermis de la piel, entre diez y treinta días. Más prolongada es la existencia de los osteoclastos, las células que remodelan el hueso: se renuevan cada dos semanas; y más aún la de los osteoblastos, las que lo producen: se recambian cada tres meses. La actividad de esas células da lugar a que un 10% del tejido óseo se renueve cada año. Las células de la tráquea lo hacen cada uno o dos meses. Y los espermatozoides cada dos meses, aunque, por contraste, las mujeres nacen con todos sus óvulos.
Las que menos se renuevan son los adipocitos -células que almacenan reservas de grasa- que lo hacen cada ocho años; las musculares, cada quince; y los cardiomiocitos (células musculares del corazón) experimentan una renovación de entre un 0,5% y un 10% al año. Las neuronas del sistema nervioso central apenas se renuevan; la excepción es el recambio diario de unas setecientas células de un área muy concreta denominada “hipocampo”, lo que implica que esa zona repone un 0,6% de sus neuronas al año. En promedio, el cuerpo se renueva entero cada 15 años.
Si lo pensamos un poco, vivimos en un cierto frenesí de reposición permanente de algunas -casi todas, en realidad- de nuestras estructuras corporales. Podría decirse, incluso, que ya no somos el mismo organismo que éramos hace un par de meses.

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